Algeciras no te escondas: Un lugar para vivir

IAM/M Cuando llegué a Algeciras y la mujer de la inmobiliaria me dijo que en el Rinconcillo encontraría lo que yo buscaba no me dejé seducir, nunca me fío de nadie que me quiere por mi dinero. Pero en cuanto dejamos atrás ese enorme edificio rosa y azul, supe que aquella señora iba a quedarse con mi pasta.

 

He vivido en diferentes barrios de algunas ciudades y pueblos, me he instalado en lugares tranquilos huyendo del mundanal ruido para acabar escapando del hastío que me provocaba tanta tranquilidad. En el Rinconcillo he dado con ese término medio del que tanto hablaba Aristóteles, la menor contaminación acústica posible en una zona rebosante de vida.

 

Recuerdo la sensación de la primera tarde en que salí a pasear por mi nuevo barrio, perdiéndome entre calles sin tráfico flanqueadas por jardines cuyas flores me saludaban por encima de los muros. Recuerdo la sensación cuando una de aquellas calles, elegida al azar, me llevó ante el Peñón. Mariposas en el estómago que me siguen revoloteando por dentro.Mariposas en el estómago cuando huelo tus damas de noche, cuando acaban las clases y la adolescencia toma la arena con sus barbacoas desmontables, cuando degusto la exquisita Urta a la Rondeña en la terraza de Casa Brígida, cuando el cielo se salpica con las plumas rosas de los flamencos, cuando llego a la perrera y mi barrio se convierte en paraje natural.Y es que en ninguno de aquellos barrios experimenté el sentimiento que ahora se apodera de mí, el deseo de querer quedarme, no hasta mañana, ni para siempre, sino de querer quedarme.Un buen método para prevenir la monotonía es vivir en un barrio que son dos, el Rinconcillo de invierno y el Rinconcillo de verano. El buen tiempo multiplica la población, abre “Los Pulpos” y regresa el hombre del espeto de sardinas. No soy de los que se tuestan bajo el sol ni de bañarme en aguas donde flotan sustancias no identificadas indisolubles en agua, pero al salir a pasear a las siete de la tarde y ver el barrio lleno de bellas andaluzas en bikini y jóvenes efebos de torso desnudo le dedico a la llegada del buen tiempo una sonrisa de felicidad maliciosa.Pero todo pasa, y el calor nos dice hasta pronto como las aves migratorias que se alojan por temporadas en la desembocadura del Palmones. Y entonces, el Rinconcillo vuelve a ser nuestro, de las personas que vivimos aquí. Vuelve el puesto de castañas asadas y empiezan a apetecer esos churros por la mañana. De nuevo la playa me pertenece y las mañanas de invierno soleado organizo un pic nic sobre la arena deshabitada; nos sentimos especiales y sonreímos a la gente que va y viene con su chándal de los domingos.Me emociono cuando paseo por mi playa y, a la altura de “El Sin Nombre”, veo las barcas de madera sobre la arena y a los pescadores mirando a la mar, su amada. Y no puedo resistirme, entro y pido una tapa de boquerones o, si es demasiado temprano para la pertinente Cruzcampo que debe acompañar a toda tapa de pescaíto, gozo de una de esas impresionantes tostadas de pan moreno con aceite y ajo. A través de los cristales pierdo la mirada en el Peñón y se me ocurre que no hay lugar mejor para vivir.Pero lo mejor del Rinconcillo es su gente. Tere, la cocinera de “Los Pulpos”, que me llena el plato hasta arriba porque dice que a los solteros hay que cuidarnos. O David, que me saluda por mi nombre cada vez que paso por la puerta del asador de pollos que regenta. O Jesús, mi actual casero, que me invita a un gintonic cada vez que voy a pagarle el alquiler. O Inés, su mujer, que me hace llegar fiambreras con potaje de tagarninas. O Alfonso y Antonio, del Brígida, que me traen la segunda cerveza antes de terminar la primera, siempre con una sonrisa. O Begoña, la mejor vecina del mundo, vecina con rango de compañera de piso. O Rocío, que, sin conocerme de nada, me invitó a una barbacoa un día que coincidimos en la cola de la carnicería y, desde entonces, se ha convertido en una de mis mejores amigas. Y como no, mi amigo Aitor, del Estudio 54, cuyo local atrae a personajes rinconcilleros como yo por las improvisadas tertulias que se organizan. Después de la tertulia vuelvo a casa con mis mariposas en el estómago y sonrío con cierta perplejidad al recordar que hay quien dice que Algeciras es fea.

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