Los chalecos amarillos. Por: Ángel Luis Jiménez 

El historiador y filósofo político Pierre Rosanvallón dice “que es un mar de fondo que no terminará con el fin de año. La única incógnita es saber si todo esto se inclinará del lado del populismo o bien si irá hacia una redefinición en profundidad del contrato social y de la vida democrática”.

El populismo actual en Francia, España y otros países europeos son la expresión de un gran hartazgo social, convertido en una revuelta o movimiento social que se caracteriza porque plantea demandas y se organiza estratégicamente en función de estas demandas. Pero no sé si en estas circunstancias será posible un consenso, porque más que una fractura social, es una fractura moral entre personas que no tienen nada que decirse. 

Así que esta revuelta no se puede explicar solo por factores económicos. También expresa reivindicaciones de un mundo social que tiene la impresión de haber sido olvidado y que de repente toma la palabra. Y en esta toma de palabra repentina se demanda una sociedad más democrática y justa, pero sin precisar. Lo que hace muy difícil poner unas condiciones de salida para esta crisis o llegar a un posible acuerdo. 

La “fractura social” es el término que ha marcado muchos de los debates sobre los chalecos amarillos desde las primeras protestas a mediados de noviembre. Y si nos remontamos a las raíces de estas fracturas, hay una causa: la proyección sobre el territorio de las fracturas globales ligadas a la mundialización. La desindustrialización ha golpeado regiones enteras en Europa que se encuentran en estado ruinoso, como ejemplo de estos días la ruina que ha caído sobre la provincia de León con el cierre de las minas y de la industria del aluminio. ¿Qué futuro tiene el Puerto de Algeciras sin tren?

Una de los rasgos de esta revuelta, hasta ahora desconocido, ha sido su violencia. En París nunca se han concentrado más de 10.000 personas y en todo Francia, no más de 300.000, pero cuando se incendiaron coches y destrozaron comercios en el centro de París fue cuando el Gobierno francés empezó a hacer concesiones. El imaginario revolucionario francés sigue siendo muy fuerte. Es una constante en la vida política francesa. A quien no rompe nada no se le toma en serio.

Pero si hay un motivo para el optimismo es que esta crisis es una advertencia sobre la necesidad de una renovación democrática, para que, más allá de las elecciones y de las instituciones, se encuentren un conjunto de procedimientos para que la palabra circule más fácilmente, para que la deliberación se extienda, para que mejore la representación. Se habla mucho de cólera, pero lo que hay es sobre todo una demanda dirigida al poder: “Mejorad nuestro destino”. Sin embargo, y desgraciadamente, si los políticos no son capaces de hacerlo, Francia como otras democracias occidentales se volverán ingobernables. Y entonces qué.

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