Diego Arjona hace un emotivo pregón cargado de sus recuerdos

PREGON FERIA DE ALGECIRAS 2011

Dicen que quien no cree en los cuentos, no cree en la vida, porque el reinado de los sueños siempre pende de alfileres y por eso es tan fugaz como un ratito de felicidad y tan eterno como la memoria quiera, así  que como los cuentos y la vida son puro cine, y  el cine, por si alguien aún no lo sabe, es mi sueño y es mi vida, desde este  mismo instante, se abren las taquillas del corazón. Y a falta de cines en la ciudad, hoy les invito a entrar en el cine de las sábanas blancas que todos llevamos dentro y que toma  las formas festivas de este Pregón.

Así que, una vez hemos leído los títulos y el nombre de los protagonistas, les confesaré a modo de montaje del director, que el hermoso cuento del que antes les hablaba en mi caso se llama y se llamará siempre ALGECIRAS.

Y que como todos los cuentos y todas las historias tienen un principio, la que esta noche vamos a compartir, comienza en un aeropuerto, donde nuestro protagonista espera con tranquilidad el embarque.

Él se llama Javier y  hace un tiempo, recibió una llamada importante. El motivo de la misma le llevaría a regresar a su pueblo después de más de 20 años de ausencia. Javier era un hombre de negocios que dejó atrás su ciudad de origen para ir en busca de sus sueños. Tras mucho tiempo y con mucho esfuerzo fue haciéndolos realidad, convirtiéndose en un hombre respetado y admirado.

Justo antes de subir al avión, un niño de unos 3 años correteaba por el pasillo que llegaba hasta la puerta del avión. A Javier nunca le habían gustado demasiado los críos, sin embargo, aquel pequeño consiguió captar su atención y desde que lo vio no pudo quitarle ojo, y es que había algo que le recordaba mucho a él mismo de pequeño. Hacía tanto que no miraba atrás en el tiempo, que por un segundo creyó que nunca había tenido infancia y que había nacido ya cuarentón y embutido en un traje perpetuo.

El vuelo duró algo más de 50 minutos, pero a Javier le pareció una eternidad. Estaba deseoso de ver de nuevo su tierra, aunque fuese desde lo más alto.

Cuando la azafata anunció por megafonía que estaban a tan solo unos minutos de aterrizar, Javier pegó su frente a la ventanilla, buscando con ansia una lejana imagen de la playa que le vio crecer. Le sudaban las manos y con los ojos humedecidos por incipientes lágrimas, pudo ver de nuevo la imagen que añoraba.

 

Solo se apreciaban unas diminutas casas que bordeaban la costa. Y aunque observo que el número de viviendas había llenado la ciudad, también se dio cuenta que su playa seguía intacta. Aquel trayecto de mar, rocas y arenas situado entre La Concha y el río Palmones continuaba ofreciendo su orilla al resto del mundo.

Javier, embargado por la emoción, creyó sentir como la brisa de El Rinconcillo refrescaba su rostro, aunque las gotas que caían por su cara no era el agua que salpicaba al romper las olas, sino sus propias lágrimas. Limpiándose disimuladamente, miró hacia atrás, y volvió a ver a aquel niño. Ahora llevaba una gorra, parecida a las que su madre le ponía cuando pasaban el día entero en la playa. También reparó en los pies del chiquillo, cubiertos por unas diminutas sandalias de goma de esas parecidas a las de los romanos. Aquellas sandalias hicieron recordar a Javier aquel día en el que intentó cruzar por primera vez a nado el río Palmones, y cuando se le soltó la hebilla de una de sus chanclas, que se alejó navegando hasta acariciar Gibraltar.

Una vez salió del aeropuerto, un chófer le esperaba al otro lado de la frontera. Se montó en el lujoso coche y fijó su mirada en la imagen que iba apareciendo tras el cristal ahumado. Se concentró tanto en lo que veía, que ni las constantes preguntas de un chófer algo cansino lograron sacarle de sus pensamientos. El azulado paisaje que le brindaba la bahía en un día de poniente, mostraba Algeciras tan cristalina como no recordaba.

Entrando ya en su ciudad, el coche se desvió hasta la rotonda del Milenio, junto al recinto ferial. Recinto donde tantas y tantas tardes había acudido con sus abuelos. Recordaba la cara de pánico de su abuela mientras él, apoyado en todo momento por su abuelo, se subía a la jaula del barco vikingo.  O también, la de veces que había jugado al tiro al pichón, a la pesca del pato o a la tómbola, para ver si de una maldita vez se llevaba a casa el tan de moda perrito piloto.

Y cuando ya estaba cansado de subirse a los cacharritos, no podía faltar una visita al puesto de los gofres o comerse una hamburguesa en la Tere y su tartana, que hacía los bocadillos como le daba la gana, literalmente. Te metía en el bocadillo lo que había por allí, pero con el hambre que tenías, aquella hamburguesa te sabía a gloria.

Al subir la cuesta, justo enfrente de donde siempre se sitúa la entrada diseñada año tras año por el infatigable Antonio Quintero, había otra rotonda adornada con una pandereta en el centro. Javier no recordaba muy bien el significado de aquella pandereta, pero lo que si tenía muy claro es que en los 20 años de su ausencia, en Algeciras habían brotado rotondas como si de champiñones se tratara. Vaya, que parecía que alguien en la ciudad se había aburrido mucho y había colocado rotondas casi por castigo.

El chofer cogió la tercera salida de la glorieta y tras unos metros, el coche pasó por una zona completamente demolida. Javier trató de hacer memoria, y tras unos segundos, recordó que lo que en aquellos momentos no era más que un montón de tierra y cemento, hacía años había sido un polideportivo, donde a lo largo de innumerables sábados por la tarde, se había dejado la vida subiendo  la banda en aquel campo de futbito. Se había dejado la vida y algún que otro pedazo de piel, ya que el suelo de El Calvario era más parecido al papel de lija que al de un campo de futbol, pero aquellas heridas de guerra servían para demostrar luego tu importancia en el equipo de tu barrio. En aquel momento, en mitad de los escombros, había un cartel metálico en el que pudo leer desde lejos, que el centro se encontraba en rehabilitación. Ojalá se esmeren y hagan un centro deportivo como el de antaño, que no escatimen en nada, y que todos los chavales puedan disfrutar de él como yo lo hice, pensaba Javier.

Con la imagen de un balón rodando por su mente, llegó al portal de su casa. Sacó la pequeña maleta del coche y llamó por el portero automático. La voz de su madre resonó con fuerza e ilusión, y aunque era ya bastante mayor, en aquel instante, justo al oír a su hijo, pareció la voz de una chiquilla. La puerta se abrió y al entrar al rellano, vio de nuevo al niño que se había encontrado en el avión. Ahora ya no llevaba las sandalias de goma ni la gorra, ahora tenia puestos una equipación del Real Madrid  y unos tenis de ninguna marca conocida, vamos, unos tenis de toda la vida comprados en el Mercadillo.

Mientras esperaba al ascensor, pensó en el día que su madre le había regalado una equipación exactamente igual y de las continuas peleas que tenían porque él quería unas Adidas, y su madre solo podía permitirse comprarles las que encontraba de oferta.

Al abrir la puerta del ascensor, se encontró con su madre que lo esperaba en el descansillo. Pasó al interior del piso y percibió el aroma de su casa. Muchos se preguntaran a que huele una casa, y es posible que a nada en particular, pero sin embargo, todos guardamos el recuerdo de un aroma particular, un aroma que solo se desprende de un lugar muy especial en el que hemos pasado la parte más importante de nuestra vida, la infancia.

Pasó a su antigua habitación, que su madre había dejado prácticamente igual desde que se marchó a Madrid. Allí seguía su cama, con la colcha de Mazinger Z, su escritorio donde guardaba los cromos de fútbol y sus más preciados tesoros, entre ellos un autógrafo de Butragueño de cuando pisó el césped del viejo Mirador, para jugar con el Castilla frente al Algeciras Club de Fútbol. ¿Os acordáis de aquello? Fue una revolución. Recordó como su amigo el Pirri, le coló en el vestuario para que conociera a uno de sus ídolos, y de lo bien que se lo pasó aquella tarde junto a centenares de niños con los ojos abiertos al asombro –como él-  impregnados por la brisa que procedía de una playa de Los Ladrillos mucho antes de que se convirtiera en estercolero.

Tras la cena, donde degustó unas patatas fritas y un huevo frito, como solo su madre era capaz de preparar, se recostó sobre la cama de su habitación y miró por la ventana. Desde allí contempló al niño del avión. Ahora jugaba con la peonza y se peleaba con otros chiquillos porque según él, le habían engañado con los cromos de fútbol. Con aquella imagen fue cerrando lentamente los ojos y se quedó dormido. Abrió de nuevo los ojos, y el silencio reinaba en la estancia. Pensó que había echado una cabezadita, pero en realidad eran más de las 2 de la mañana, hasta su madre le había echado una manta por encima para que no cogiera frío, y eso que estábamos a mediados del mes de junio.

Pensó seguir durmiendo, pero sintió una necesidad incontrolable por salir  y reencontrarse con las calles que le habían visto crecer. Quería respirar el verdadero aroma de Algeciras, oír en silencio el sonido de la ciudad cuando todos duermen. 

Y así hizo. Se cambió de ropa y le dio un beso en la frente a su madre, que ya dormía en su habitación. Bajó a la calle y comenzó a caminar.

Lo primero que quería ver era el Cine Magallanes. Aquel recinto había sido el verdadero culpable de que se dedicara a lo que siempre había deseado, en aquel cine había entendido que el mundo no es tan aburrido y gris como muchos piensan, en el aprendió que en la vida se pueden vivir muchas aventuras y emociones, que mas allá de las fronteras de tu hogar, hay un montón de anécdotas que esperan con los brazos abiertos a todo aquel arriesgado aventurero que sea capaz de embarcarse en el viaje más trepidante de su vida, un viaje cuyo destino final no es otro que cumplir tus propios sueños. 

Mientras caminaba por detrás de la Iglesia de San Antonio, rememoraba aquellas sesiones matinales, en las que cada domingo por la mañana, acudía con su abuelo a ver la película que tocara. Y es que en aquella época, en las que aun no existía internet ni nada por el estilo, acudir al cine sin ni siquiera saber que película proyectaban formaba parte de la aventura.

También recordó aquella nefasta mañana de domingo, en la que las paredes del cine retumbaron debido al grave accidente que ocurrió en mitad de la bahía tras chocar dos barcos. La gente pensó que sería parte de la película, pero al salir a la calle, una gran humareda se divisaba en mitad de la bahía. Todos los mayores comentaban con horror lo sucedido mientras corrían hasta las escalinatas de detrás de la Plaza Alta para poder ver con más detalle, através de los catalejos, todo lo sucedido.

¿Cuántas horas pasó en aquel cine de barrio? Justo cuando empezaba a echar cálculos con la mente, se topó con una desagradable sorpresa. Lo que un día había sido el templo de sus ilusiones, ahora se había convertido en una sala de juegos, que bajo máquinas tragaperras y cartones de lotería, había enterrado de golpe a todos los héroes de la infancia, de la suya y de la de muchos niños algecireños. Indiana Jones, Batman, Superman… Se le hacía muy difícil imaginarse a Darth Vader cantando un bingo, o a James Bond pidiendo cambio para la tragaperras… En fin, una verdadera pena.

Lo peor fue cuando siguió andando y recordando los lugares que esperaba encontrar y que nunca halló. Ni el cine Avenida, ni el Trafalgar, ni tan siquiera el Cine Delicias, justo detrás del Cine Florida, otro que también había sido borrado del mapa. Y eso que decían que a aquel templo de nuestros sueños lo iban a convertir en un gran teatro, pero después de todo lo visto, a Javier le quedó una enorme duda.

Con ese triste sentimiento comenzó a bajar por la Avenida de las Fuerzas Armadas, escoltado por las eternas palmeras que vigilan sin descanso la historia de ese pedazo de Algeciras en el que tanto tiempo había pasado. Inmerso plenamente en sus pensamientos, se topó de frente con la Calle Ancha. Con un simple vistazo le bastó para darse cuenta que todo se había modernizado. Donde ahora hay una cadena de hamburguesas, antes había una tintorería, donde ahora hay tiendas de ropa y oficinas antes había dos grandes almacenes, Europrix y Villanueva. Estos cambios no es que hayan sido ni mejor ni peor, pero lo que uno tiene grabado a fuego en su mente desde su infancia, es muy difícil que se lo hagan cambiar, por mucho que hayan corrido los tiempos.

Lo que le disgustó fue ver como habían desaparecido los setos que poblaban toda la arteria principal de una de las calles más concurridas de Algeciras. Aquellos bancos blancos habían dejado su lugar a unas horribles farolas que pintaban bien poco. Con lo a gusto que se sentaba uno en aquellos bancos, justo cuando subía desde la plaza de abastos cargado con las bolsas de la compra, y hacía una paradita para reposar del esfuerzo.

Caminaba despacio, saboreando cada rincón y haciendo un juego de buscar las diferencias entre lo que él había dejado atrás y lo que hoy encontraba frente a él. Y con esa calma subió hasta la calle Sevilla, donde tantas y tantas tardes había pasado en el también desaparecido Cine Lis, y de las raciones de caracoles que se zampaba a la salida, en Casa Dioni, o de las excelentes tortillas que Carlos, siempre con un chiste en la boca, preparaba en su coqueto local.

Ahora, la Plaza Alta se mostraba frente a sus ojos, y de todo lo que había visto, fue lo único que recordaba más o menos igual, le faltaban las ranas, pero todo lo demás seguía ahí. La torre de la Palma la escoltaba desde las alturas con la misma elegancia que en el pasado. Es de las pocas cosas que parecían no envejecer. Por lo demás, pocos cambios. Gracias a Dios allí seguía el Mercedes, el Casino, la farmacia de toda la vida, la óptica.

Con la satisfacción de haber podido reunir por un momento el pasado con el presente, la infancia con la madurez, decidió regresar a su casa. El día que estaba a punto de asomar le depararía grandes emociones.

A la mañana siguiente, su madre le había dejado el desayuno preparado en la cocina. Un  Colacao servido en uno de esos vasos de cristal verde de duralex que aún conservaba y un poco de pan tostado con su poquito de zurrapa. Al morder aquel pan, Javier pareció rejuvenecer 30 años y se vio delante de la televisión, devorando los dibujos animados al igual que su merienda.

Bajó a la calle a comprar la prensa.  Los periódicos de la comarca y sobre todo los de Algeciras, destacaban entre sus páginas la presencia de Javier y el importante evento al que había acudido a su ciudad. Tras leer todos los periódicos con detenimiento, se sentó de nuevo en la cama de su habitación y comenzó a repasar los detalles del evento de aquella noche. Estaba tan metido en su labor, que solo el aroma de la comida que preparaba su madre hacía que se despistara de vez en cuando. Tras degustar aquel potaje de lentejas, recordó los momentos duros que había pasado lejos de su hogar. Aquel plato le sabía a gloria, y no como aquellas malditas lentejas de lata, que sabían a rayos, pero que le sacaron de más de un apuro. Pero que quieren que le diga, donde se ponga la comida que prepara una madre, que se quite todo lo demás.

 

 

 

 

Las horas transcurrían con rapidez. El momento se acercaba. Javier se duchó y se puso la ropa que traía para una ocasión tan especial. El la había sacado de la maleta hecha un higo de lo arrugada que estaba, pero como no, sin decir nada, allí que había salido su madre con la plancha para dejarla impecable. Javier paseó en calzoncillos por la casa mientras ella terminaba de planchar los pantalones cuando sonó su teléfono móvil. Era su chofer, que en 10 minutos pasaría a recogerle. Javier empezó a ponerse algo nervioso, tanto, que ni siquiera se percató de que le faltaban los pantalones. Su madre se reía mientras se los entregaba. Ella ya estaba arreglada. Siempre se adelantaba a todos los demás.

Bajaron al coche, ambos se sentaron en la parte trasera y comenzaron el recorrido hasta el Parque María Cristina. Las calles de Algeciras estaban repletas, el contraste con la noche anterior era abismal.

Ahora, la cara más alegre de la ciudad comenzaba a despertar en vísperas de su fiesta más importante. Una fiesta en la que Javier tenía el honor de dar el pistoletazo de salida en lo que suponía cumplir un sueño que había tenido desde pequeño.

Cuantas noches había pasado en aquel parque, sentado en las un poco incómodas butacas plegables de madera, esperando ver a las damas de honor y a la reina. Su madre, esbozando una leve sonrisa, le pilló alguna vez con la boca abierta mientras observaba la belleza de la chica que se coronaba en aquella ceremonia. Y como no, la eterna manía de su madre de ponerle una rebequita en medio del pregón, porque estaba empezando a refrescar y si se ponía malo no podría ir a la feria.

Javier entró por la parte de atrás del parque y se dirigió a una pequeña caseta que a modo de camerino le habían preparado para estar apartado y tranquilo antes del pregón. Su madre le dio dos besos y se fue hasta la primera fila de butacas, justo delante del escenario. Javier estaba como una moto, había muchas personas que entraban y salían del camerino, trabajadores del ayuntamiento y autoridades que le buscaban para hacerse una foto. Pero Javier tenía la cabeza en otro lugar, justamente unos metros más adelante, en aquel atril que veía por vez primera desde detrás del escenario y no desde delante, como había hecho toda su vida.

Le dieron el aviso de que empezaría la ceremonia en unos segundos. Se apagaron las luces y le acompañaron hasta el escenario. Una bonita música, elegida por Javier, comenzó a sonar, invadiendo el tantas veces nombrado  “marco incomparable” del Parque María Cristina. Subió los peldaños de la escalera de metal muy despacio, rememorando toda su vida y los buenos momentos que había pasado en aquel lugar.

Al llegar finalmente al escenario, las luces se encendieron, pero cuando se dirigía hacia el atril, cuál fue su sorpresa cuando descubrió que ya había alguien hablando por él. Era el niño que se encontró en el avión. Javier se quedó desconcertado al ver como aquel niño vestido del Real Madrid encendía el micrófono y comenzaba a hablar. Se adelantó unos pasos, y vio que todos los que ocupaban el patio de butacas eran chavales de la misma edad.

Tras unos segundos de dudas, Javier, por fin entendió que aquel niño era él mismo. Era el niño que dejó olvidado en algún rincón de su memoria y que tras volver a su tierra había encontrado. Porque la gente crece, se hace adulta y comete el gravísimo error de olvidar su niñez, sin reparar en que con ello enterramos los mejores años de nuestras vidas.

Por eso hoy, desde aquí, yo me veo como el niño que nunca debí dejar de ser, y al levantar mi mirada, veo en todos vosotros el brillo de vuestra infancia que jamás desaparecerá.

 Y por eso,  desde esta película en tecnicolor que estoy viviendo ahora, proclamo y pregono esta manifestación de la alegría, patria feliz de nuestra infancia, y reclamo el derecho a seguir creyendo en los cuentos, en la vida y sus historias, mientras canto y narro con el niño que nunca dejaré de ser, esta Feria Real de Algeciras,  preámbulo del verano del Mediterráneo, cuyo sonido me acompañará siempre,  y donde espero ansioso fundir sus últimas bombillas y volver a encender con las primeras luces del alba, con las churrerías brotando por doquier,  los sueños en mi corazón, hasta que el cuerpo aguante.

No lo duden. Háganle más caso a este pregonero que a sus devoluciones de Hacienda, vuélvanse niños quienes no lo sean o no lo fueron, disfruten de su feria y de la vida, porque la feria es vida y la Feria de Algeciras es la vida. Cambien sus problemas por esperanzas y desplieguen su mejor sonrisa, ataviada en la fiesta  color de albero de esta tierra que nace en cada risa.

 También quiero que sepan mis paisanos, que esta película que hemos visto juntos, ya está terminando y como me gustaría que siguiesen  proyectándola  en sesión continua, en un lugar del corazón llamado memoria,  va a tener un final feliz. Un final que empieza en el orgullo de este eterno aspirante a director de sueños por haber pregonado su Feria. Y aunque  dentro de poco me vuelvo a marchar  de Algeciras,  Algeciras –como su feria y todos Ustedes- jamás se marcharán de mí.

Algecireños y algecireñas, sean muy felices estos días e inventen la felicidad para el resto del año, porque no olviden nunca que si mañana miran de frente el alumbrado del reciento ferial, a la distancia justa del corazón y de los sueños, todas las bombillas se convierten en estrellas.

 

Buenas noches y Feliz Feria Real de Algeciras 2011.  

 

DIEGO  ARJONA

Pregonero Feria Real de Algeciras 2011

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